sábado, 18 de junio de 2011


FELIZ DÍA A TODOS LOS PADRES!!!
Y EL MEJOR RECUERDO PARA QUIENES YA NO TIENEN AL VIEJO
SABIENDO QUE DICHA AUSENCIA SÓLO ES FÍSICA



http://www.youtube.com/watch?v=7zOk1EI2uIo

Padre - Joan Manuel Serrat
Padre
decidme qué
le han hecho al río
que ya no canta.
Resbala
como un barbo
muerto bajo un palmo
de espuma blanca.
Padre
que el río ya no es el río.
Padre
antes de que llegue el verano
esconded todo lo que esté vivo.

Padre
decidme qué
le han hecho al bosque
que ya no hay árboles.
En invierno
no tendremos fuego
ni en verano sitio
donde resguardarnos.

Padre
que el bosque ya no es el bosque.
Padre
antes de que oscurezca
llenad de vida la despensa.

Sin leña y sin peces, padre
tendremos que quemar la barca,
labrar el trigo entre las ruinas, padre,
y cerrar con tres cerrojos la casa
y decía usted...

Padre
si no hay pinos
no habrá piñones,
ni gusanos, ni pájaros.

Padre
donde no hay flores
no se dan las abejas,
ni la cera, ni la miel.

Padre
que el campo ya no es el campo.
Padre
mañana del cielo lloverá sangre.
El viento lo canta llorando.

Padre
ya están aquí...
Monstruos de carne
con gusanos de hierro.

Padre
no, no tengáis miedo,
y decid que no,
que yo os espero.

Padre
que están matando la tierra.
Padre
dejad de llorar
que nos han declarado la guerra.



http://www.youtube.com/watch?v=37fzTttmc7o

EL DOCTOR LESSEL Y MI PADRE
Por Roberto Fontanarrosa

La anécdota es corta. Como solía contarla mi padre —apenas tres o cuatro veces que lo hizo— debido a que, sin duda, le dolía. Mi padre era un hombre muy formal, muy ceremonioso. Lo es, en definitiva, porque aún vive, aunque ya no atiende el consultorio de calle Arosemena. Mi psicoanalista, el doctor Espinosa, siempre me dice que yo debería estudiar las causas de por qué siempre hablo de mi padre en pasado, como si hubiese muerto. Pienso que tal vez sea porque me acostumbré a su ausencia (a las de mi padre, no a las del doctor Espinosa, que no ha faltado a una sesión en 15 años). Mi padre era un hombre de viajar mucho, empujado por un anhelo de conocimiento en todo lo que se relacionara con su especialidad, la cardiología. No recuerdo que haya viajado nunca por turismo o recreo. Ni siquiera cuando realizó el viaje de bodas con mi madre, a Canadá, al que hizo coincidir con un simposio sobre válvulas mitrales que se llevaba a cabo en Alberta, cosa que disgustó un tanto a mi madre, pues ella recién se enteró del evento al llegar al hotel encontrándose con que debían compartir la habitación con un médico hindú que viajaba con su mangosta. De allí en más, mi padre, Arnulfo Ramón Obaldía, viajó a cuanto rincón del mundo fuese escenario de encuentros o congresos sobre su profesión. Nos enviaba, eso sí, desde aquellos sitios, postales que mostraban cirugías de pecho, intervenciones a corazón abierto, los primeros by-passes, con algunas cortas y cariñosas frases al dorso dirigidas especialmente a mí y a mi hermana Creolina. Todo su desvelo, todo su frenético intento de conocer más, de perfeccionarse, de engordar su currículum, tenía un solo objetivo: poder, algún día, llegar a trabajar en los Estados Unidos. Para un panameño, lógicamente, Norteamérica es la Meca o algo similar, la Casa de Dios. La denominación puede sonar exagerada pero no debe olvidarse que Panamá fue creada por los Estados Unidos, el Gran País del Norte es el Creador de todos nosotros, los panameños. De no haber sido por la gestión yanqui nosotros hubiésemos corrido la triste suerte de muchos amigos que hoy son colombianos. Por eso, cuando mi padre recibió la confirmación de que había sido contratado para trabajar en el Massachussets General Hospital de Boston, lloró por primera vez frente a su familia. Repito que era un hombre austero, muy medido, con un enorme sentido del ridículo, que evitaba en lo posible mostrar sus emociones en público. Pero aquélla fue una ocasión muy especial para él. No nos había contado nada —al menos a los hijos, Creolina y yo— sobre sus trámites para ingresar en el mítico centro asistencial bostoniano, temeroso de que su intento pudiese resultar estéril. Y cuando nos reunió en el comedor para informarnos se permitió, por primera y única vez, derramar un par de lágrimas de emoción que rápidamente enjugó con la manga de su saco. Nos contó, ya más calmo, que en el Massachussets Hospital habían trabajado gigantes de la Medicina como el doctor Edward M. Donnelly, creador del primer calzado ortopédico para el pie derecho; Osiris Gravestone, a quien el mundo aún le debe la vacuna contra la conjuntivitis nerviosa, e incluso, Emma Nightingale, tía de la celebérrima Florencia, aunque Emma sólo tenía a su cargo en dicho nosocomio tareas administrativas. Pero donde más hizo hincapié mi padre, fue en el hecho de que el director del establecimiento que ahora le abría sus puertas era ni más ni menos que el doctor Spruce Lessel, eminente científico seis veces postulado para el Premio Nóbel, dos veces para el Grand Barometer of World Health, y autor de libros tales como La aorta o un ensayo de nítido alerta ecologista: El ano contra Natura. Conocíamos la existencia del doctor Lessel pues no había almuerzo en que nuestro padre no nos contara algo sobre él —salvadoras decisiones en medio de una cirugía, ligamientos circunstanciales de arterias obturadas, bloqueos magistrales de hemorragias internas— que si bien nos quitaban un tanto el apetito nos ilustraban sobre ese hombre maravilloso cuyo rostro también conocíamos a través de las fotos de la revista Heart a la cual mi padre estaba suscripto. El doctor Lessel debía tener por ese entonces cerca de 70 años pero, sin embargo, la letra manuscrita con que había enviado la buena nueva a mi padre revelaba a un hombre de pulso aún firme y dedos de acero. Mi madre, también conmovida por el anuncio, le preguntó cariñosamente a mi padre cuánto tiempo se extendería la separación familiar. Mi padre la tranquilizó. Él viajaba ya, urgido por sus propias ansiedades y además por el reclamo imperioso del mismísimo doctor Lessel, quien reclamaba casi de inmediato su presencia dado que en un par de días comenzaba en Boston lo que él denominaba “La temporada del ventrículo”. Según Lessel, el imprevisto alejamiento de otro facultativo, el inglés Earl T. Wakelin, Jr., ante un confuso caso de “error médico”, lo ponía en la circunstancia de solicitarle a mi padre que viajara lo antes posible para tomar ese puesto. Pero según mi padre en un par de meses, tres a lo sumo, estaríamos en condiciones de viajar para unirnos a él, cuando ya hubiese conseguido una espaciosa casa para vivir y también comprado —el sueldo era más que jugoso— uno de esos enormes y suntuosos coches americanos para salir a pasear por Harvard y sus alrededores.
Dos días después, entonces, viajó nuestro padre rumbo a Boston. Lo vimos partir un sábado en un SuperConstellation y era tal su entusiasmo que nunca imaginamos que lo tendríamos de regreso el lunes en nuestra casa. Mi padre cuenta que llegó a Boston el sábado por la noche. Lo esperaba en el aeropuerto un abnegado asistente del Massachussets Hospital, quien lo trasladó hasta un confortable hotel de la zona de Kenmore Square. Sería ése su transitorio hogar mientras realizaba los trámites de trabajo y residencia, muy facilitados por el contrato que ya llevaba en la valija refrendado por el mismo Hospital. Descansó bien y a la mañana siguiente, cerca del mediodía para no parecer impertinente, telefoneó desde su habitación a la casa del doctor Lessel, como éste se lo había solicitado por carta. Cuidadoso, mi padre procuró no interferir, con su llamado, la hora de la misa dominical ni la familiar privacidad del almuerzo. Lo atendió un doctor Lessel campechano y amable. Debo consignar que mi padre hablaba un inglés casi perfecto ya que lo había estudiado desde muy pequeño, aunque se le filtraba una ligera tonada chorrasquillera, propia de la gente nacida en la zona que bordea la ribera norte del canal de Panamá. Nos contaba luego, dentro de su desazón, que le paralizó escuchar la voz de su admirado Lessel, al punto que no pudo articular palabra. Lo volvieron a la realidad las protestas de su interlocutor creyendo que se había cortado la comunicación. “Yo había leído infinidad de trabajos de él —decía mi padre— pero allí caí en la cuenta de que nunca había escuchado su voz. Fue como una revelación. Una voz algo áspera y despareja que me decía que debíamos vernos ese mismo día en el Mayflower Grill.” Mi padre, fiel a su moderación, insistió un par de veces en que no quería molestar ni perturbar al doctor Lessel en su descanso dominical, pero el doctor fue de un avasallador poder de convicción y citó a mi padre en el restaurante a las cinco de esa misma tarde. “Para conocernos, hablar de lo que será su trabajo, transmitirle el espíritu del hospital e intercambiar ideas”, le dijo Lessel. Mi padre comprendió: con su admirado y flamante director eran almas gemelas, no conocían el descanso, no hallaban interés ni atractivo en los días lejos del quirófano y sólo se les encendía el pecho y la mirada cuando conversaban entre colegas sobre la especialidad. De una puntualidad poco centroamericana, mi padre estuvo en el Mayflower Grill a las cinco en punto de la tarde. El restaurante era grande, clásico, y había muy pocas mesas ocupadas a esa hora. Algunas señoras tomando el té, algún hombre de negocios apurando un trago. Y mi padre divisó en una de las mesas alejadas de la puerta al doctor Lessel, ya sentado, elegantemente trajeado de gris, hojeando una revista médica. Mi padre se acercó a él: Lessel le extendió la mano sin levantarse pero cordialmente, explicándole que acostumbraba a llegar siempre un poco antes a las citas por el temor a demorarse. Allí comenzó la charla, una larga recorrida por aspectos de la especialidad, menciones a amigos comunes, facultativos admirados, enhebrada por dos hombres entusiasmados por compartir gustos afines. Lessel tomaba whisky, lo que tal vez aumentaba su locuacidad. Y mi padre podía ser muy ameno en tertulias sobre temas que dominaba a la perfección. Eso sí, él se mantuvo fiel al té con limón o yerbabuena. En casa, recuerdo, solía beber un poco de coñac por las noches, cuando había tenido que afrontar alguna cirugía muy riesgosa, pero eran licencias que muy ocasionalmente se brindaba. Y allí, en Boston, frente a su flamante empleador, no quería demostrar vicio alguno.
Hablaron animadamente casi dos horas y, dentro de su entusiasmo, mi padre pudo detectar un par de cosas: que afuera ya había oscurecido y que el doctor Lessel bebía un whisky tras otro, sin solución de continuidad, pero con una impecable conducta alcohólica. “He aquí a un hombre —pensó en aquel momento nuestro padre según nos contaba después— habituado a llevar las riendas de una situación. Y que no vacila en gratificarse con un buen scotch tras el trabajo de toda una semana, conocedor de que puede controlar perfectamente sus pequeños vicios.” Advirtió, sin embargo, que Lessel lucía ligeramente despeinado —era casi calvo— y se manifestaba un poco más estentóreo que al comienzo de la conversación. Siguieron la charla entonces, mientras alrededor de ellos las mesas se iban poblando para la cena. Entonces el doctor Lessel invitó a mi padre a cenar allí mismo. Mi padre vaciló, no quería ser descortés, pero hubiese deseado no prolongar una conversación que, pese a ser interesantísima, lo sometía a una cierta tensión intelectual por saberse frente a una persona tan admirada. Balbuceó alguna excusa pero Lessel no le dio oportunidad para negarse. Le dijo que su familia pasaría la velada en casa de una hermana de su esposa y dedujo que mi padre, por supuesto, no tendría nadie con quien compartir la cena. Mi padre aceptó, finalmente. Ordenaron sus platos y ni siquiera entonces mi padre pidió vino o cerveza. Apenas agua mineral sin gas. Lessel, por su parte, y ante una ya incipiente incomodidad de mi padre, seguía con el whisky. Mi padre no quería distraerse de la conversación; Lessel le explicaba con lujo de detalles una de sus últimas suturas de válvulas sigmoideas, a la que denominaba “La Gran Lessel”; pero no podía evitar la tentación de calcular cuántos vasos de whisky había consumido su anfitrión. Estimaba que habían sido más o menos ocho. Cuando Lessel se limpió la boca con la corbata dos veces, y luego volcó torpemente un jarroncito con flores que decoraba el centro de la mesa, mi padre —nos contaba luego— ya se hallaba realmente desasosegado. Hasta que tuvo que admitir la cruda realidad de los hechos: el doctor Spruce Conrad Lessel, el reverenciado científico que lo convocaba a trabajar en su prestigioso nosocomio, estaba borracho como una cuba. Transpirando, contestando ahora con monosílabos, observando de reojo si desde las otras mesas se habían percatado del detalle, mi padre asistía a la debacle de Lessel, quien ya se había manchado tres veces la camisa con la salsa de su plato y pugnaba inútilmente en pronunciar en forma correcta la palabra “poplítea”. Mi padre entendió que frente a él la imagen tan amada de su ídolo se estaba resquebrajando lentamente. Intentó un par de veces detener al mozo que llenaba sistemáticamente el enorme vaso de Lessel ante el más mínimo reclamo de éste. Supuso que esa escena de alcoholismo descontrolado bien podía ser una constante dominical, que Lessel repetiría con otros colegas, con enfermeros y hasta con pacientes. Trató, por tanto, de no ser intolerante. Después de todo, quizás aquél fuera un vicio privado y civil del doctor Lessel que no alteraba su buen nombre ni su excelente pulso en la mesa de operaciones. Por fortuna, la conducta de Lessel todavía no había desbordado los límites de la mesa. Se le caía en repetidas oportunidades el tenedor, atrayendo la atención de los circunstantes, su discurso se había tornado totalmente caótico, pero no se había puesto aún ni violento ni melancólico. Muy alterado, mi padre contaba que sólo se le ocurrió rezar. Por ese momento, Lessel entró en un espacio de silencio, cerrando los ojos muy fuertemente, como si le doliese la cabeza. Se pasó entonces la servilleta por el rostro y se mantuvo así unos minutos, con los ojos cerrados. Habían llegado milagrosamente a los postres y mi padre dedujo que, posiblemente, su interlocutor se había dormido, lo que lo tranquilizaba en parte, pero complicaba la salida del restaurante. Pasaron así unos minutos más, que fueron eternos y tremendos para mi padre que asistía, paralizado, a esa suerte de duermevela de su compañero, sumido en el pánico de imaginar que a su alrededor, desde las otras mesas, habría ojos siguiendo tan extraña situación. De pronto, Lessel abrió de nuevo los ojos y con voz calma y profunda susurró: “Podríamos irnos”. Mi padre se apresuró a pedir la cuenta con un dedo en el aire. Pese a su obnubilación, Lessel manipuló en los bolsillos internos de su saco hasta encontrar la tarjeta de crédito. En un estado casi catatónico acertó a firmar su boleta y a adicionar incluso la propina. El mozo le preguntó al doctor Lessel su apellido y su número de teléfono, lo que indicaba que no era cliente habitual de la casa. Lessel contestó rápido y con bastante claridad. Mi padre tragó saliva. Quizás su flamante jefe se estaba reponiendo de tanto alcohol trasegado y ambos podrían marcharse con cierta dignidad. “Okey, vámonos”, ordenó Lessel. Mi padre se levantó observando por primera vez las mesas vecinas de un salón que estaba casi completo. Detectó muchas miradas curiosas siguiendo sus movimientos. Y en ese instante escuchó el estruendo. El doctor Lessel había caído al piso estrepitosamente, arrastrando en su caída la silla y parte del mantel. Mi padre y un mozo corrieron a ayudarlo entre los gritos de otros comensales y gestos de estupor. Tras duro esfuerzo lograron ponerlo de pie. Lessel era un hombre no muy alto ni corpulento pero su total estado de ebriedad lo convertía en una suerte de bolsa de papas difícil de enderezar. Mi padre asumió entonces el papel de capitán de tormentas. Tras reponer más o menos las ropas revueltas de Lessel, luego de lograr encasquetarle nuevamente los lentes, con ademanes firmes desestimó la ayuda de otros mozos. Calculó que podrían alcanzar por sus propios medios la puerta de salida. Lessel intentaba, por su parte, transmitir algo a quien quisiera oírlo, pero sólo alcanzaba a extender un dedo en el aire y le patinaban las palabras entre las dos hileras de sus dientes apretados. Estaba ya completamente despeinado y su aspecto era lamentable. Por fortuna, mi padre había asumido su responsabilidad. Aceptando la fragilidad y la debilidad de aquel ser tan querido y admirado, pondría el pecho a la contingencia haciéndose cargo de todo. Indicó a uno de los mozos que pidiera un taxi y cargó con Lessel hasta cerca de la puerta, sosteniéndolo por la cintura. El aliento del relevante médico junto a su cara era insoportable y —contaba mi padre— le hacía llorar los ojos. En tanto un mozo salía presuroso en procura de un taxi, mi padre acomodó a Lessel contra el pequeño mostrador de admisión de clientes, para arreglar un poco su propia ropa, desordenada por tanto forcejeo. Estaba enderezándose el cinturón cuando, otra vez, Lessel se precipitó a tierra como una marioneta a la cual le cortan los hilos. De nuevo hubo gritos entre la gente, que no les había quitado la vista de encima, y otra vez acudieron corriendo un par de mozos solidarios. Rojo por el esfuerzo, transpirando por el mal momento, mi padre maldijo la situación que estaba atravesando. Confesaba después que sentía una enorme compasión por sí mismo y que se hubiese puesto a llorar de buen grado, como una criatura. Lograron poner en pie de nuevo a Lessel, que canturreaba una serie de incoherencias. Se babeaba, además. Mi padre temió, en un momento terrible, que llegara a orinarse. Mantuvo a Lessel sostenido por la cintura hasta que llegó el taxi. En el trayecto hacia el coche Lessel volvió a caerse y casi arrastra en su caída a mi padre, que perdió un zapato entre los manotazos. En un último y titánico esfuerzo mi padre logró introducir a su amigo en el coche, rechazando, entre jadeos angustiosos, la ayuda del taxista. Cuando hubo recuperado el aliento, preguntó al doctor Lessel la dirección de su casa. Lessel barbotó, cinco o seis veces, una dirección complicada, hasta que el taxista, ducho, logró individualizarla. El viaje hasta la casa del eminente médico no fue muy largo. Cuando llegaron, mi padre pagó, rechazó la colaboración del taxista y prácticamente cargó sobre su hombro a Lessel hasta la puerta de una bonita y clásica casa bostoniana. Por los murmullos entusiastas de Lessel y algunos gestos de sus manos comprendió que aquella era la dirección correcta y que el eminente facultativo reconocía su hogar. Mi padre tocó el timbre, sin soltar a su compañero. Poco después se abrió la puerta y apareció la señora Lessel, quien miró la escena con gesto de relativo asombro. Corpulenta y decidida, recibió a su marido de brazos de mi padre, mientras desgranaba un sinfín de agradecimientos y disculpas. “Usted no sabe —aún recuerda mi padre que dijo la señora— lo mucho que le agradezco, doctor...”— “Obaldía”, le informó mi padre, aún jadeante.— “Doctor Obaldía... —siguió la mujer—, todo lo que ha hecho por mi marido...”
Y luego le preguntó así, a boca de jarro y naturalmente: “Pero... ¿dónde dejó la silla de ruedas?”
Cada vez que mi padre recuerda esta anécdota —y no son muchas las veces, lo juro— cuando repite las palabras de aquella señora preguntando eso, su voz se le altera y tiende a resquebrajarse. Luego traga saliva y queda mirando hacia un punto perdido en el espacio. Le sigue pasando lo mismo, lo aseguro, que le pasó aquel lunes cuando llegó de vuelta desde Boston, adonde se había ido apenas dos días antes, con intenciones de establecerse.


http://www.youtube.com/watch?v=gpOkURgetCU


http://www.youtube.com/watch?v=xeqJmPDUfIQ


http://www.youtube.com/watch?v=G9_xh6NhMW

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