BALBIN POR ALFONSÍN
Ricardo Balbín, el extraordinario luchador de la tierra, sembrador de esperanzas humanas (Raúl Ricardo Alfonsín)
Ricardo Balbín decidió desde su ataúd la última asamblea. Como todas, llena de gritos, de vivas, de cantos. A veces el dolor es vocinglero. A veces, se grita el respeto. Y puesto que nadie hubiera hecho lo que él desaprobara, casi se oía su voz sumándose a la multitud, al entonar la marcha: “Adelante Radicales,Adelante sin cesar, no queremos dictaduras ni gobierno militar.”
Banderas enarboladas, flores al paso, el himno nacional que se ahogaba en todas las gargantas…fue el último triunfo de Ricardo Balbín: una conmovedora reinvindicación de la política, un inagotable reclamo democrático, una respuesta histórica. El viejo político, muchas veces blanco de los ataques irrespetuosos de los medios del oficialismo, uno de aquellos de quienes se dijera que lo mejor que podían hacer era ir a andar en calesita, el denostado guitarrero, burócrata de comité, conmovió a todo un pueblo y antes del estallido de la adhesión, logró que en el interior de cada hombre, militante o no, de esos que forman la Argentina que aún está de pie, se hiciera el silencio. Y sustraídos por un momento de nuestra vida confusa y agobiante, solos, frente a sí mismos, compartieran soledad y silencio. Y en ese silencio que no habían podido encontrar en años pesó dramáticamente la idea, la conciencia, la furia de saber a la República degradada. La indignación de reconocer lo que ya no somos y recordar lo que fuimos, de ver un país que no es como lo queremos, de vivir en una sociedad que es nuestra, pero cuyos destinos no nos pertenecen.
Y todos sabemos por qué fue necesario este dolor, para que el grito de la dignidad individual callara al ruido de la mentira; a la mentira de quienes nos quieren como ovejas de un rebaño, todos lo sabemos. Cada argentino lo supo y se miró a sí mismo. Ese era el grito de la vida, no de la muerte de Ricardo Balbín.
Cada hombre de nuestro pueblo miró a su propia vida y mirando la vida de Ricardo Balbín, reconociéndose en ella. Porque la austeridad del obrero que día a día construye la riqueza de nuestro país frente a un torno en las fábricas, con cariño y contra un magro salario, la misma austeridad de ese hombre que luchó por las instituciones y no por los cargos.
Es el empecinamiento con que el empresario cree en su industria y el agricultor en su tierra, a pesar que lo golpeen, lo tienten con la riqueza fácil, lo derroten una y otra vez, para volver a parar y seguir construyendo.. El mismo empecinamiento de este hombre tantas veces atacado, y que hoy nos muestra su gran victoria: la historia de su lucha, esa lucha que recoge un pueblo para luego del silencio gritar su dignidad.
Es el mismo sentimiento de unidad, ése que siente cada argentino que sabe que nada sustancial lo enfrenta a ningún otro argentino. Qué sólo quiere que lo dejen trabajar con sus compatriotas para construir la República, para construir su vida, que pide que no lo enfrenten más a sus hermanos.
Es la misma intuición moral, ésa que hace saber a cada hombre lo que es bueno y lo que es malo, lo que se debe y lo que no se debe hacer; la misma fortaleza ética que hace que el pueblo mantenga la columna moral de una nación que se quiso corromper, la que cada argentino compartió con Balbín.
Pero hay algo más importante. Es cuando todo lo anterior, se vuelve esperanza. Cuando la austeridad, la incorruptibilidad, el espíritu de lucha, la conciencia moral, la unidad y la conciliación pacífica, se encarnan en un hombre y todos esos valores dejan de alimentar añoranzas para ser posibilidades y realidades. Es así como se encarna a un pueblo, cuando se es portador de sus anhelos, resumen de sus valores, acción para su esperanza.
A quienes nos dicen que Ricardo Balbín murió, les diremos que en su vida está viva la República.
Las banderas del Parque y las de cien batallas libradas al servicio de la dignidad del pueblo, enarboladas con vigor y determinación por las nuevas generaciones, se inclinaron respetuosas ante su paso de luchador victorioso en cuyo pecho lucían las medallas del amor y de la concordia. Y presagiaban el fragor del pueblo reiniciando la marcha en busca de la justicia, la libertad y la democracia.
De esta forma Ricardo Balbín, el extraordinario luchador de la tierra, sembrador de esperanzas humanas, desde su última asamblea entraba tranquilo en la gloria de Dios, porque había encontrado su propia plenitud en la total entrega de sí mismo a los demás.
Raúl Alfonsín, Revista La Semana, setiembre de 1981
Banderas enarboladas, flores al paso, el himno nacional que se ahogaba en todas las gargantas…fue el último triunfo de Ricardo Balbín: una conmovedora reinvindicación de la política, un inagotable reclamo democrático, una respuesta histórica. El viejo político, muchas veces blanco de los ataques irrespetuosos de los medios del oficialismo, uno de aquellos de quienes se dijera que lo mejor que podían hacer era ir a andar en calesita, el denostado guitarrero, burócrata de comité, conmovió a todo un pueblo y antes del estallido de la adhesión, logró que en el interior de cada hombre, militante o no, de esos que forman la Argentina que aún está de pie, se hiciera el silencio. Y sustraídos por un momento de nuestra vida confusa y agobiante, solos, frente a sí mismos, compartieran soledad y silencio. Y en ese silencio que no habían podido encontrar en años pesó dramáticamente la idea, la conciencia, la furia de saber a la República degradada. La indignación de reconocer lo que ya no somos y recordar lo que fuimos, de ver un país que no es como lo queremos, de vivir en una sociedad que es nuestra, pero cuyos destinos no nos pertenecen.
Y todos sabemos por qué fue necesario este dolor, para que el grito de la dignidad individual callara al ruido de la mentira; a la mentira de quienes nos quieren como ovejas de un rebaño, todos lo sabemos. Cada argentino lo supo y se miró a sí mismo. Ese era el grito de la vida, no de la muerte de Ricardo Balbín.
Cada hombre de nuestro pueblo miró a su propia vida y mirando la vida de Ricardo Balbín, reconociéndose en ella. Porque la austeridad del obrero que día a día construye la riqueza de nuestro país frente a un torno en las fábricas, con cariño y contra un magro salario, la misma austeridad de ese hombre que luchó por las instituciones y no por los cargos.
Es el empecinamiento con que el empresario cree en su industria y el agricultor en su tierra, a pesar que lo golpeen, lo tienten con la riqueza fácil, lo derroten una y otra vez, para volver a parar y seguir construyendo.. El mismo empecinamiento de este hombre tantas veces atacado, y que hoy nos muestra su gran victoria: la historia de su lucha, esa lucha que recoge un pueblo para luego del silencio gritar su dignidad.
Es el mismo sentimiento de unidad, ése que siente cada argentino que sabe que nada sustancial lo enfrenta a ningún otro argentino. Qué sólo quiere que lo dejen trabajar con sus compatriotas para construir la República, para construir su vida, que pide que no lo enfrenten más a sus hermanos.
Es la misma intuición moral, ésa que hace saber a cada hombre lo que es bueno y lo que es malo, lo que se debe y lo que no se debe hacer; la misma fortaleza ética que hace que el pueblo mantenga la columna moral de una nación que se quiso corromper, la que cada argentino compartió con Balbín.
Pero hay algo más importante. Es cuando todo lo anterior, se vuelve esperanza. Cuando la austeridad, la incorruptibilidad, el espíritu de lucha, la conciencia moral, la unidad y la conciliación pacífica, se encarnan en un hombre y todos esos valores dejan de alimentar añoranzas para ser posibilidades y realidades. Es así como se encarna a un pueblo, cuando se es portador de sus anhelos, resumen de sus valores, acción para su esperanza.
A quienes nos dicen que Ricardo Balbín murió, les diremos que en su vida está viva la República.
Las banderas del Parque y las de cien batallas libradas al servicio de la dignidad del pueblo, enarboladas con vigor y determinación por las nuevas generaciones, se inclinaron respetuosas ante su paso de luchador victorioso en cuyo pecho lucían las medallas del amor y de la concordia. Y presagiaban el fragor del pueblo reiniciando la marcha en busca de la justicia, la libertad y la democracia.
De esta forma Ricardo Balbín, el extraordinario luchador de la tierra, sembrador de esperanzas humanas, desde su última asamblea entraba tranquilo en la gloria de Dios, porque había encontrado su propia plenitud en la total entrega de sí mismo a los demás.
Raúl Alfonsín, Revista La Semana, setiembre de 1981
Del Chino Balbín dijo Ernesto Sabato: “caudillo que nació en cuna humilde y murió en la humildad. ¿Qué elogio mas grande puede hacerse de un hombre que tuvo a su alcance todos los bienes materiales?
Primer documento Multipartidaria.- Julio 1981
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